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Ésta es una de las preguntas que más me formulan en cada unos de mis cursos y conferencias. Recientemente me he podido encontrar con múltiples situaciones que alimentan esta eterna confusión. En este escrito pretendo fijar mi posición sobre este tema que evoluciona con el tiempo.

Debemos sincerarnos con un hecho: hay líderes que nacen. Todos hemos visto niños que a muy temprana edad son dueños de una personalidad y una inteligencia social superior a la de sus coetáneos, de una gran capacidad para arrastrar gente. Como decía Eleazar Grynbal, «ya vienen cableados», con «los chips puestos» para mover a otros, invitarlos a hacer cosas, tremenduras muchas veces.

Es verdad, y el hecho que esos niños no hayan asistido a un Programa De Liderazgo refuerza la idea genética. Yo, Eduardo Martí, jamás me consideré beneficiado por esos genes. Antes de mis 15 años jamás me consideré un líder ni por momentos. Las cosas fueron cambiando cuando me propuse lograr metas y dirigir proyectos que implicaban a muchas personas. Claro, la idea de no sentirme líder me desanimaba pero la fuerza del propósito estaba por encima.

Hoy día puedo explicar mejor esa gran confusión.

Tradicionalmente, hemos construido nuestra idea de líder a partir de determinados y reincidentes atributos, de rasgos concretos de la personalidad. Nada más equivocado. El más famoso es el carisma, ese magnetismo y atracción naturales que generan ciertas personas. Se ha tenido la creencia, equivocada, de que toda persona carismática es por naturaleza un líder. Por el contrario, el carisma de una persona nada tiene que ver con su capacidad de liderazgo. En absoluto. Evidentemente que favorece al líder ser carismático —no hay duda de cómo ayuda el carisma para tantas cosas en la vida—, porque es fácil y natural plegarse a quienes nos transmiten simpatía y «buena vibra», pero eso no es sinónimo de liderazgo.

Tampoco ser grandes oradores nos convertirá en líderes. Si bien bastantes logran seducir momentáneamente con su acicalado lenguaje, al final la mayoría resultan ser charlatanes y «picos de oro», vacíos y fugaces. Mucho menos una simpatía arrolladora basta para hacer que las personas crean en nosotros y nos sigan; a lo sumo, y en el más feliz de los casos, el encanto nos hará ganadores del premio al mejor amigo o padrino de bautizo de docenas de niños.

El glamour cuenta menos que todo, contrario a lo que muchos piensan, porque la belleza y la elegancia ocasionales están demasiado lejos de ser valores con los que se construye una verdadera personalidad. Igual pasa con la temeridad y el atrevimiento irreflexivo, lo que no garantiza ni define en absoluto un verdadero liderazgo porque las hazañas hercúleas no son moneda corriente en la cotidianidad. Al contrario: los mayores desafíos nos acechan desde las pequeñas cosas de la vida.

El carisma, la simpatía, la oratoria y el glamour no hacen al líder aunque ayudan. Podemos nacer con esos rasgos pero eso no nos hace líderes. Esta es una visión limitante y excluyente. Estos son rasgos que definen a las personas «populares» que gozan del afecto de la gente pero que no son necesariamente las personas que en una situación difícil tú seguirías.

Liderazgo es más que eso, tiene que ver con una actitud.

Hoy puedo afirmar con una fuerza renovada «Los Populares nacen, los Líderes se Hacen». Y el hecho que no poseas de nacimiento esos rasgos de popularidad no debe inhibir que si desarrolles tu capacidad de influencia.

Por lo tanto he aquí la buena noticia: el liderazgo se puede aprender. De manera que si cada uno de nosotros decide edificar su liderazgo, incrementar su capacidad de influir en los demás, aumentar su poder personal, le será perfectamente posible si lo decide. Esa una decisión exclusivamente personal.

Con toda mi experiencia de vida dirijo tres veces al año, junto a un destacado grupo de profesionales, el Programa Internacional de Liderazgo. El mismo se ejecuta en Venezuela y en República Dominicana.

¡Considera la posibilidad de asistir!

Nos leeremos muy pronto, mejor aún, nos vemos muy pronto…

Eduardo Martí.